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martes, 17 de julio de 2012

La búsqueda de la inmortalidad (I)

Desde la Antigüedad, el hombre ha ideado sistemas para evitar el envejecimiento y conseguir la tan deseada eterna juventud.



Los hombres primitivos creían que una de las formas de hallarla era beber sangre fresca de animales, en especial de animales recién nacidos. Posteriormente, algunos creyeron que la sangre de animales de corral no servía, y que tenía que sustituirse por sangre humana, llegando incluso al canibalismo.

Los egipcios también se basaron en la idea de inmortalidad al crear las pirámides, pues creían que al morir el faraón ascendía al cielo y se convertía en un dios. De los baños de Cleopatra se conservan ungüentos de los que se decía que la mantenían joven. En la mitología sumeria, el héroe Gilgamesh, encuentra una planta que tiene el poder de la eterna juventud, pero una serpiente se apodera de ella y condena a los hombres al envejecimiento y a la muerte.

La idea continuó evolucionando hasta desembocar en la creencia de que el aliento era el transmisor de la vida, y en el mundo romano encontramos a Claudio Hermippus, que afirmaba tener 115 años debido a aspirar de forma continua el aliento de los jóvenes.


En la Edad Media la inmortalidad se asociaba con la Piedra Filosofal, que, entre sus muchas propiedades, haría eterno a su poseedor, prescindiendo de comer y beber. Fueron muchos los alquimistas que trataron de encontrarla, sin resultados favorables. En esta época, las hechiceras vendían pociones de sustancias tan extravagantes como cuerno de unicornio y mandrágora, que alargarían la vida a sus compradores.

Durante los siglos XII y XIII se generalizaron las cruzadas, de las que se dice que tenían como objetivo encontrar el Santo Grial, que confería la inmortalidad o curaba a quién bebía de él. También se empezó a rumorear la existencia de la Fuente de la Eterna Juventud, en Sudamérica.

Con el tiempo, se idearon métodos mucho más extravagantes, como el de la condesa Isabel Bathory, que se bañaba en la sangre de sus sirvientes.

Enrique de Villena, un nigromante que  ordenó a uno de sus sirvientes que  al morir le descuartizase e introduciese sus miembros en una cuba con un preparado, que se hallaba escondida entre un montón de estiércol que lo mantendría caliente. Para que nadie notara su ausencia, el criado llevaría el sombrero de su amo durante los nueve meses que duraba el experimento. Una vez descubierto el engaño, fue conducido ante el Santo Oficio acusado de brujería y de matar a su señor, ante lo que no tuvo más remedio que confesar lo ocurrido y conducir a la Santa Hermandad hasta el estercolero en el que se escondía la cuba. Estos rompieron la cuba y se derramó sobre el suelo un líquido viscoso en el que flotaba lo que parecía un feto de pocos meses. Los restos de Johannes de Philadelphia, un brujo de Gottinga conocido entre la nobleza por sus trucos de magia, también fueron encerrados en un tonel con una pócima creada por él. Este se abrió a destiempo y en su interior encontraron los restos de un embrión humano a medio desarrollar.






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